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Daniel MORO VALLINA
El 5 de junio del presente 2012 se cumplirán diez años de la muerte del compositor Carmelo Alonso Bernaola. Habría tenido para entonces 82 años. Es, pues, ocasión de necesarios y merecidos homenajes para un músico que fue todo menos convencional. A Bernaola no se le puede encasillar ni como prototipo de artista intelectual —“son un desastre en música y además presumen de ello”, afirmaba— ni como creador adscrito a una única corriente o género musical. Su triple faceta de compositor, clarinetista y pedagogo a lo largo de una carrera de más de cincuenta años le permitió dominar como nadie el oficio y la artesanía musical desde la base de una sólida formación nacional e internacional. Fueron también tres los ejes que configuraron su rica personalidad, en la que confluían su condición de vasco, castellano y hombre universal. Porque aunque Carmelo hubiera nacido en la localidad vizcaína de Otxandio un lejano 16 de julio de 1929, parte de su infancia y adolescencia la pasó en Medina de Pomar y Burgos, para luego dar el primer y decisivo salto a Madrid. Luego vendrían Roma, Siena, Darmstadt, París, Frankfurt y Varsovia. Pero más allá de los viajes, de la fama y del reconocimiento, el secreto de su universalidad y también de su enorme impulso vital residía en que, allí donde estuviera, se encontraba siempre como en su casa. Era algo que ni podía ni quería disimular, siendo un “vasco por los cuatro costados”, que diría su amigo y compañero de profesión Tomás Marco.
Se hace difícil, cuando no imposible, dar cuenta aquí de las diferentes etapas que configuraron la dilatada trayectoria musical de Carmelo Bernaola, plagada de encargos, colaboraciones, premios, homenajes y reconocimientos. Tampoco podemos explicar pormenorizadamente los diversos elementos del lenguaje bernaoliano, modeladores de un estilo que combinaba a la perfección el rigor estructural y la expresión espontánea, fresca y directa. Preferimos acercarnos al hombre que estaba detrás de la partitura, al creador total capaz de componer desde la más abstracta de las sinfonías hasta la famosísima banda sonora de Verano Azul o el celebrado Himno del Athletic Club bilbaíno, su equipo de toda la vida. “La música se escribe para que la oiga todo el mundo: en esto es como cualquier arte”. Contrario a un pensamiento exclusivamente teórico, Carmelo necesitaba el contacto permanente con la sustancia musical, con su piano como herramienta compositiva, con su clarinete —“el instrumento de Mozart”— o con el bullicioso ambiente del madrileño barrio de Malasaña, donde residió durante gran parte de su vida.
“Carmelo Bernaola, capaz de componer desde la más abstracta de las sinfonías hasta la famosísima banda sonora de Verano Azul o el celebrado Himno del Athletic Club bilbaíno.”
A Bernaola no le gustaban las etiquetas de estilo, por otra parte necesarias para cualquier investigador que quiera acercarse a un corpus musical formado por más de trescientas obras. Aunque se le adscribió a la Generación del 51, como a sus admirados Antón Larrauri, Luis de Pablo, Cristóbal Halffter y Antón García Abril, Carmelo no se consideraba de ninguna generación en particular: era un músico libre, “de los de obra bien hecha y con las ideas muy claras”, como señaló Halffter. Tampoco se veía a sí mismo como un músico vanguardista —“no sé lo que es la vanguardia; creo que no existe”— y mucho menos experimental, aunque abrió nuevas e imprescindibles vetas renovadoras en la música española de mediados del siglo XX. Ajeno a modas y a la estética de la ruptura y la novedad per se, Bernaola hacía simplemente la música “que correspondía a su tiempo”, pues el arte debe ser el reflejo de su época, el espejo de la sociedad. No se definía como seguidor de ninguna tendencia concreta, es más, era difícil arrancarle alguna palabra sobre su música. Prefería hablar de la música, aquella constelación sonora organizada en el tiempo que en una ocasión definió como “una cantidad de fluido horizontal que deja pasar la presión vertical”. Se emocionaba comentando la genialidad de un giro de Schubert, la construcción motívica de Palestrina, la grandeza técnica de Mozart... Lloraba con Debussy. Entre los contemporáneos le entusiasmaba Webern, Boulez, Evangelisti, Donatoni, Penderecki y tantos y tantos otros; y sentía la más honda admiración hacia los que fueron sus maestros en Italia y Alemania: Petrassi, Maderna y Celibidache.
Pero al margen de su amplia internacionalidad, su permanente necesidad de cambio y su constante evolución estilística y vital, Bernaola sentía su villa natal, Otxandio, como la principal arteria de su identidad vasca; una vasquidad que no entendía de fronteras ni limitaciones pero que llevaba con orgullo allí donde fuera, defendiendo a capa y espada la natural predisposición del pueblo vasco hacia la música. Fue en Otxandio donde Bernaola aprendió las primeras notas de la mano de Sergio Olaso, que era saxofonista y director de la banda municipal otxandiarra e íntimo amigo del padre del compositor, Amado Alonso. Allí vivió Carmelo hasta que la Guerra Civil estalló y la familia Bernaola tuvo que exiliarse a Medina de Pomar por un oscuro episodio relacionado con su condición de socialistas. Tenía Carmelo siete años. Sin embargo, el recuerdo del euskera que hablaba con su madre Rufina siendo niño superaría las brumas del tiempo, y años después —cuando ya era un compositor de renombre— se acercaba cuando podía a su precioso y preciado pueblo para degustar un típico cocido de puerros, o unas patatas con merluza en salsa verde de la mano de su cocinera favorita, Maria Jesús Azkorbeitia. Fue con ella con la que Carmelo recorrió Otxandio la primera vez que volvió, cuarenta años después de su partida. Con lágrimas en los ojos, revivió su casa natal en el número 36 de la Calle Uribarrena, la Iglesia de Santa Marina donde fue bautizado por Andrés Iza, la fuente de Vulcano de la plaza, de donde nacía la ferruginosa agua que la cocinera servía del caño a la mesa en su restaurante... Por encima de todo, lo que más añoraba era el popular sonido de las campanas otxandiarras. Desde Madrid, en medio de una de tantas grabaciones de la música que compuso para más de cien películas, Bernaola telefoneaba a Maria Jesús para poder escuchar el vibrante tañer llamando a misa de domingo. Necesitaba estar cerca de Otxandio, de su sonido, de sus recuerdos.
Y el pueblo que lo vio nacer, sintiéndose en deuda con él, decidió programar un sentido homenaje el 25 de junio de 1989, celebrando anticipadamente los sesenta años del compositor. La emoción del reencuentro cedió ante la alegría de lo cotidiano, de ese “estar en casa” que Carmelo llevaba a todas partes. Bernaola sabía que el secreto de la vida se escondía en las pequeñas cosas, en la magia del instante, en la sana confrontación que caracterizaba sus apasionadas conversaciones, en el socarrón sentido del humor del que hacía gala y en el amor que prodigaba hacia la gastronomía: “comed por mí, que a mí me obligan a comer de memoria”, fue la respuesta que dio a sus amigos y comensales en el homenaje ante la indeseada dieta que le habían impuesto meses antes. También en Otxandio se le invistió cofrade del cordero el 8 de diciembre de 1993, a cargo de la Euskal Herriko Bildotsa Kofradia. Aunque el protocolo difícilmente podía disimular el humor y el gusto por la vida y por la mesa que flotaba en el ambiente, a Carmelo se le saltaban de nuevo las lágrimas: “me emociono con estas cosas. Yo llevo muy dentro los sonidos de mi pueblo: están en toda mi música”. Porque en toda ocasión que se preciara, Bernaola era un derroche de sentimiento y bonhomía, fuera celebrando un gol de su amado Athletic o recibiendo en 2001 el Premio de Música de la Fundación Guerrero. “Gordo, jovial y enormemente inteligente”, como señaló su amigo Andrés Amorós.
“Incansable creador de mundos sonoros, supo canalizar su enorme impulso creativo a través de un magisterio ejercido primero en el Conservatorio de Madrid y más tarde en la Escuela de Música Jesús Guridi de Vitoria.”
Foto: CC-BY Luz Adriana Villa A.
Fue mucho más que eso. Incansable creador de mundos sonoros, supo canalizar su enorme impulso creativo a través de un magisterio ejercido primero en el Conservatorio de Madrid y más tarde en la Escuela de Música Jesús Guridi de Vitoria. Como a Debussy, no le gustaba la palabra “conservatorio” —“yo no conservo nada”, decía— refiriéndose al anquilosamiento que el término implicaba. Muchos fueron los alumnos que salieron de sus clases, todos ellos importantes y con estéticas tan dispares como las de Jacobo Durán-Loriga, Zulema de la Cruz, Bingen Mendizábal, Joseba Torre, Antonio Lauzurika, Zuriñe Fernández Gerenabarrena o Gabriel Erkoreka, entre tantos otros. Al igual que sus maestros Julio Gómez y Goffredo Petrassi, Bernaola supo guiar la creatividad de cada alumno haciéndole creer en él mismo, pero partiendo siempre de una base de oficio de naturaleza artesanal —“para coger mano”— y un exhaustivo conocimiento del mundo instrumental. Así creó una escuela de múltiples reflejos estéticos y musicales que sin embargo compartían un hecho en común: vivir la vida a través de la música. “Lo importante es inventar, que lo que hagas sea algo nuevo. Huid de lo convencional”, aconsejaba a sus alumnos. Sus clases tenían principio pero no final: podían continuar con una comida o una cena y prolongarse hasta horas intempestivas. Como sucedía antaño. Juanjo Mena, director de orquesta y alumno del compositor en Madrid, resumía así la capacidad humana, creativa y profesional de Carmelo Bernaola: “me enseñó a vivir, y viviendo, a hacer música. Uno de los secretos del maestro era la entrega al instante, la capacidad para captar las sensaciones de cada momento. La música se produce en un instante, y desaparece en un segundo. Me enseñó a aprovechar ese momento”.
Para Carmelo, ese instante vital siempre fue Otxandio, “primer y último pueblo de Bizkaia”, como reza un panel informativo instalado al lado de la marquesina del autobús. También principio y final de toda la trayectoria del compositor. Allí nació nuestro músico, y desde allí se trasladó a Madrid Maria Jesús Azkorbeitia el 5 de junio de 2002 para prepararle la que tristemente sería la última comida del compositor, esas patatas con merluza que tanto le gustaban. Así, una parte de sus raíces viajó hacia él, cuando Carmelo ya no podía ir a buscarlas personalmente. “Amé, gocé, sufrí, compuse. Más no pido. En suma: que me quiten lo vivido”, firmaba Bernaola en una entrevista para el periódico DEIA el 20 de junio de 1983, casi veinte años antes de su final. Premonitorias palabras que, aunque hoy suenen lejanas, mantienen la vibración de las grandes verdades: la misma resonancia que propagan las campanas de su amado Otxandio llamando a misa.
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